11 de marzo de 2015

Mundos

   Ya estoy harto. No me causa gracia el hecho de no poder salir de mi casa. Y juro que quiero, pero no puedo. No entiendo de qué parte de mí surge esa necesidad de aislarme de los otros, pero no osaría desobedecerla de nuevo, pues cada uno de mis intentos terminó en crísis desagradables. Y es que no entiendo el motivo de vivir, si se le puede llamar vivir a eso, de esos fenómenos, de esos monstruos tan comunes en mi localización. 
   Hasta lo que oí, la gente se adapta a ellos, incluso continúa apoyando las políticas que no hacen más que agradar el ambiente de estos seres indeseables. Tal vez nacieron para formar parte de la naturaleza, a pesar de su maldad, tal como el cáncer surgió naturalmente para corregir ciertos hábitos o tal vez simplemente para afectar a un desafortunado, quien se relacionaría con mi persona en el sentido de ser una víctima inocente. 
   Recuerdo la última vez que la llave giró en el sentido de la apertura de mi puerta-escudo-contra-ellos. Esa vez, una de mis necesidades superó la de mantener el escudo con las correspondientes trabas. Y es que no paraba de extrañar a mi madre, quien, postrada en su cama, no podría ya visitarme en sus escasos años de vida restantes.
   Cinco cuadras; no más de medio kilómetro hasta su departamento. Comencé a caminar (nunca pude -ni necesité- aprender a conducir), y reconocí un mundo. Uno que ya casi no recordaba sino por mis críticas vigentes desde hacía 15 años, tiempo que llevaba hasta ese momento habitando mi nuevo mundo cerrado. Las piernas me dolían un poco; ya no me ejercitaba desde hacía seis años, época en que conocí a mi mano derecha, quien al día de hoy me trae todo lo que necesito a mi mundo (y es mi único lazo con el otro lado), ya sea comida, jabón, o libros, la principal fuente de inspiración de mi cabeza para seguir viviendo.
   Parecía haber viajado en tiempo y espacio. Los autos eran más modernos de lo que recordaba, y había aparecido una cantidad considerable de edificios, hecho que dificultó la búsqueda del de mi madre. El sol calentaba el pavimento al nivel en que salía una especie de borrosidad de él, algo parecido a lo que se ve al dejar el gas abierto (esto me recuerda a dos de mis intentos de suicidio). Ese mundo no parecía la amenaza que yo suponía que seguía vigente.
Visité a mi madre con éxito. Ella estaba feliz. "Por fin superaste tus ataques de pánico" fueron sus palabras. Claro, mamá. Nunca se lo negaría sabiendo el bien que le hace creer que en serio soy feliz.
Dando mi objetivo por cumplido, besé la mejilla de mamá y me encaminé hacia la vuelta. Ese portazo marcó un hecho que ya no se volvería a repetir en mi vida: ver a mi madre, quien murió hace no más de tres años y medio (llevo todo agendado en mi calendario, aunque tal vez no siga este vigente). Abrí el escudo del edificio y el cielo estaba más gris que dos horas atrás. El sol pujaba con fuerza hacia el horizonte y dejaba cada vez en mayor penumbra la calle en donde en épocas de padres o de abuelos, los niños usaban sus bicicletas. Seguía sosteniendo mi teoría de apocalipsis social, pero en verdad el sitio no parecía tan desagradable. Los árboles verdes me tranquilizaban, y...
   -Eh amigo -algo interrumpió mis pensamientos-, tené una monedita?
Mi pecho comenzó a cerrarse y mis piernas a ceder; me sentía atraer por el suelo, que me invitaba y me tentaba a caer y morir de una vez por todas. Súbitamente comencé a correr. Agradezco a Dios que eso no tenía ningún tipo de armamento. Llegué a casa casi muriendo, respirando espasmódicamente, y por primera vez maldije tener tantas trabas en la entrada de mi mundo.
   Nada en mi vida se asemejó a ese episodio horrible, a ese último acercamiento a esos seres maliciosos. 
   Gracias a Dios (al dios de mi mundo) ya nada me obliga a volver a nacer en ese criadero de ratas llamado mundo, en el que estas conviven. Gracias a Dios, los libros me siguen llevando de viaje, me siguen aventurando, y me siguen mudando de vida casi al nivel de sentir la emocion ajena; a veces incluso un esbozo de felicidad. Gracias a Dios, tengo la certeza de que moriré abrazado a ellos, esta vez para siempre, quedando sepultado en mi propio universo.
Campo de concentración Dachau, München, Deutschland

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